Aunque el título podría confundirse con el de una película de terror, en realidad se trata de algo todavía peor. Se trata de la parte más dramática de un emprendimiento. Ni más ni menos que uno de los momentos más difíciles y cruciales de todo emprendedor y de algunos inversores.
El momento más complicado de un emprendimiento NO es cuando todo comienza. Por el contrario, es uno de los más divertidos y atrapantes: se piensa en el nombre que le vamos a poner, se imagina el producto, se sueñan los logros y las personas con las que queremos trabajar, etc. En esa etapa se van generando todas las expectativas y hasta se llega a pensar que no hay techo para el éxito.
Sin embargo, a medida que se dan los primeros pasos, empezamos a dedicarle cada vez más tiempo y esfuerzo a organizar nuestra “próxima Google”. Pero eso no es todo: se empieza a gastar dinero…. mucho dinero. Se empieza a gastar dinero en cosas que hay que comprar por primera y única vez como armar sociedades o comprar mobiliario, pero también dinero en aprender (ya sea haciendo gastos que luego nos enteramos que podríamos haber evitado) o pagando por asesoramiento profesional. Después vienen todos los gastos que se repiten mes a mes: sueldos, servicios, etc. Esta situación se hace difícil de llevar, y por eso muchas veces el emprendedor recurre al inversor para que lo apoye financieramente.
¿Quién va a confiar en que el emprendedor va a saber llevar inteligentemente toda esta situación? Seguramente un inversor que conozca bien al emprendedor. Tal vez alguien que sea parte de su propia familia o amigos. El problema es que, con más dinero, la situación no se alivia, simplemente hay otra persona que se hace cargo de ese riesgo financiero. Para empeorar un poco la situación, a medida que se va ejecutando el plan inicial, empiezan a surgir múltiples pequeños inconvenientes que, obviamente, no estaban previstos. Así, el emprendedor tiene entonces la presión por superarlos, ya no sólo por él mismo, sino también por sus inversores (ah! y sin correrse de los tiempo originalmente previstos, así que va a tener que trabajar más para resolverlos).
El tiempo pasa, y el dinero que se va es tanto que genera una suerte de vértigo. Sin dudas hay presión por empezar a vender lo antes posible para recuperar algo de lo que se lleva invertido. Si puede ser incluso antes de lo planeado, mucho mejor! Las ansiedades se incrementan cuando el gasto se acumula y no hay ingresos.
Cuando atravesamos la primer mitad de este proceso en el que todo es gasto sin retorno, empezamos a lidiar con la madre de todos los problemas: la duda de saber cuánta gente va a querer comprar lo que estamos desarrollando. Acá todas las emociones se potencian, incluso los miedos.
Un día tenemos todo listo y salimos con todas nuestras fuerzas al mercado. Es el famoso momento de la verdad: el momento en que la incertidumbre llega a su fin. Es precisamente en este momento en que la presión es máxima para los emprendedores y para los inversores que participaron. El público dará su veredicto con su compra o su indiferencia. Un detalle adicional: es altísimamente probable que mucho de lo que asumimos sobre lo que el público quiere sea distinto a la cruda realidad. A veces para bien, a veces para mal. Es ahí cuando el emprendedor pone hasta las energías que no tiene para corregir lo que hizo según la respuesta del inescrupuloso mercado.
Si el mercado reacciona favorablemente, empieza el período de crecimiento fuerte de la empresa. Si reacciona con timidez, pero no se está tan lejos de salvar las diferencias, entonces hay chances de recuperarse. Pero si el mercado da la espalda, a veces no hay mucho más que hacer que intentar reconvertirse o morir. Y esto es lo que se conoce como el Valle de la Muerte. El lugar donde se define nada menos que la supervivencia de la startup.
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